Del cuadro al fotograma

Dies Irae, Carl Dreyer (1943)

Dies Irae, Carl Dreyer (1943)

Podría ser una imagen sacada de un lienzo del siglo XVII holandés. Formar parte de  unos de esos cuadros que tan sabiamente recogieron y poetizaron los detalles anodinos de la existencia de la mujer: cuando se acodaba en una silla, leía una carta o miraba distraída un momento cualquiera de la blanca mañana. Pero, pese a todas las características formales que se le son aplicables (la cotidianidad del gesto, la vestimenta o la misma ventana), el trasfondo de este fotograma, su expresión vital, está muy alejado de la calma y quietud que el universo femenino holandés suele transpirar.

Si nos detenemos en la luz, observaremos que pese a ser clara, ni difumina, ni colorea los contornos (como pasaba en la escuela flamenca), sino más bien perfila las facciones del rostro ocultándonos su mirada, la cual presentimos oscura y turbia, como las sombras que la enmarca. Ella además mira de soslayo, entregada completamente a lo que está pasando fuera de esos muros. La atención está en la calle, en un verdadero contraste con los cuadros flamencos, donde el motivo de interés está única y exclusivamente dentro del cuadro: nada de lo que provenga de fuera parece interesar a aquellas mujeres absortas en sus tareas, lejos del mundo que las rodea, pese a la amplitud y apertura de sus ventanales…

No puedo dejar de recomendar Dies Irae, y más en estos días de procesiones y vigías que nos recuerdan nuestros pecados y ofensas, pero también nos redimen de ellas. Es una obra maestra, llena de contraste, de luces y sombras, donde cada uno de sus personajes merece ser tanto salvado, como condenado, como cualquier hijo de vecino.